Entender esto le abre una nueva perspectiva a la performance comunicacional de las marcas.
Por Antonia Hernández
En general, asumimos sin mayor duda que la información es el contenido de la comunicación, y que ésta consiste en la transmisión de información, inmaterial, entre dos agentes. Ello es evidente incluso con la información que se transa, se protege, se filtra. Pero cuando palpamos el teléfono en el bolsillo para asegurarnos que sigue ahí, cuando volvemos a revisar el correo que acabamos de ver, o cuando prendemos la televisión o la radio para no sentirnos solos, podemos entender que estamos actuando no sólo con “contenidos comunicativos”, sino que también con dinámicas: dinámicas de información.
Cada vez más reconocibles y omnipresentes, éstas parecen estar redefiniendo nuestra cultura, tal como observamos sobre todo en la cultura de redes tejida alrededor de Internet. ¿Pero de qué hablamos cuando hablamos de información? La teórica italiana Tiziana Terranova, en su libro Network Culture: Politics for the Information Age, avanza algunas hipótesis.
Para responder a la pregunta acerca de la naturaleza de la información, Tiziana Terranova busca en los trabajos de Claude E. Shannon –conocido como “el padre de la teoría de la información”– de 1948, época en la que ésta “deja de ser el simple contenido de la comunicación y gana, por así decirlo, un cuerpo.”
Lo que ahí encuentra es que el principal interés de la época, en un contexto de post-guerra e innovaciones tecnológicas, no está puesto en el contenido de la información, sino en la correcta transmisión de ésta. Y por correcta entendemos que el mensaje recibido sea lo más fiel posible al emitido: en otras palabras, que la señal llegue sin ruido.
Esta manera de entender la información explica la obsesión de algunas marcas por ser visibles en todo lugar, en todo momento y sin riesgos de deformación. Como también la elección de eslóganes breves e isotipos icónicos y fácilmente identificables. La primera condición para una comunicación exitosa, dice Tiziana Terranova, consiste en reducir todo sentido a información. Esto es, a una señal que pueda ser reproducida en distintos medios con la menor alteración posible.
Pensemos en el símbolo de una marca como Nike, o en un eslogan político: lo que importa es la resistencia al deterioro de la señal comunicada, su capacidad de sobrevivir como información a su posible contaminación por ruido. O la capacidad de llegar a su objetivo sin ser afectada por éste. Porque ese ruido no es sólo el que viene de las otras señales en competencia: puede ser intencionado y estar localizado en el mensaje mismo.
Entonces, la primera afirmación que Terranova aísla es que la información parece estar definida por la relación entre señal y ruido. La idea moderna de la información, en cambio, más que interesarse en significados y sentido, está subordinada a las necesidades técnicas de la ingeniería de la comunicación.
Los significados, podemos observar, resultan sorprendentemente secundarios, y la teoría de la información no está interesada en signos, sino en señales. Pero si los significados no son relevantes, ¿cuál es la diferencia entre señal y ruido? Una respuesta técnica es que en las señales se puede detectar patrones que indican la presencia de un mensaje, no sólo ruido. Pero eso nos conduce a una conclusión peligrosa: la información contiene más elementos que significado.
Es más, como F. J. Crasson sugiere, cuanta mayor información haya, menos significado. Aplicado al mundo de la comunicación de marcas, la imagen podría ser la de una avenida comercial, de noche, en una gran ciudad: cientos de avisos luminosos disputándose la atención del paseante, pero que a la distancia aparecen sólo como un enjambre de luces brillantes. ¿Señales o ruido? Depende. Serán señales si logramos aislarlas, en caso contrario sólo serán ruido.
Entonces, más que pelear por un mundo de complejos significados, lo que está en juego es la visibilidad. En una palabra: claridad.
Otro caso digno de atención es el de los debates presidenciales. Más allá de lo que podríamos razonablemente esperar (si fuésemos lo suficientemente ingenuos), no veremos nunca allí un intercambio de ideas que puedan ser modificadas durante el desarrollo del propio debate, algo que toda conversación constructiva debiera propiciar.
Lo que obtenemos, en cambio, es a no menos dos personas tratando de hacer llegar su mensaje, con la mayor claridad posible, a la mayor cantidad de personas. Y a esos mismos participantes tratando de ensuciar, de hacer ruido, de interferir en la claridad del mensaje de su(s) contendor(es).
Lo anterior resulta evidente en todos los canales comunicativos con los que cuentan los candidatos: lenguaje corporal, vestuario, discurso. Pero si alguno de ellos sobre utiliza esos elementos comunicativos, aunque su mensaje contenga una gran cantidad de información, o más bien precisamente por esto, perderá significado. Y aún así será capaz de hacer ruido.
Algunas prácticas contraculturales han mostrado ser tremendamente poderosas al remezclar los códigos usados por las grandes compañías, o simplemente introducir un texto que le dará una nueva lectura al mensaje, como lo hace el llamado culture-jamming, cuya táctica consiste en subvertir piezas de comunicación corporativa, como avisos comerciales, con la intención de anular o modificar su sentido (pensemos en la catástrofe que puede ser, para el “rostro” de un afiche, un diente pintado con plumón negro).
Es aquí cuando la excesiva definición en la comunicación se vuelve un elemento complejo. Un gran ejemplo de esto fue la acción realizada por el colectivo 0100101110101101.org, que en septiembre de 2003 instaló un módulo con el símbolo de Nike en la plaza principal de Viena, Karlsplatz, anunciando que en adelante la plaza se llamaría Nikeplatz. El stand de información no sólo estaba perfectamente construido, sino que además contenía maquetas y animaciones mostrando las futuras instalaciones. La pieza desató un gran controversia y Nike, que en un principio demandó al colectivo, optó finalmente por aprovechar la publicidad extra recibida.
Volviendo a Claude Shannon, las mínimas condiciones, entonces, para una óptima comunicación, serían:
a) un contacto exitoso entre los dos agentes, b) la suspensión de todas las otras señales en competencia y c) el filtro de toda corrupción del mensaje. Esta síntesis, en la que se basan los sistemas de información actuales, deja fuera de circulación, sorprendentemente, el ámbito de los significados. Y nos dice dos cosas más: que estos dos agentes que se están comunicando ya sabían de lo que estaban hablando; y que el feedback, es decir lo que suceda con posterioridad a la recepción y que no sea simple repetición, es irrelevante. Esto, que parece una aberración en tiempos de conexión directa entre las marcas y sus consumidores, cobra sentido cuando nos damos cuenta que una gran cantidad de los mensajes que nos están dirigidos operan bajo esa lógica, desde propaganda política a comunicaciones escolares.
Lo que la teoría técnica de la comunicación olvida, y aquí reside la crítica de Tiziana Terranova, no es sólo este sistema de signos al que podemos tenerle aprecio, sino la construcción de realidad que la dimensión informativa de la comunicación conlleva. Y así volvemos al ejemplo del teléfono que palpamos en nuestro bolsillo como si fuera un talismán, el espacio que acomodamos alrededor del televisor, con sus muebles, o la posición del cuerpo en relación al computador.
Deteniéndonos en la producción de hábitos corporales que estas prácticas de información acarrean, ¿podemos seguir considerándola inmaterial, virtual o incorpórea? La teoría de la comunicación moderna se construyó en base a sus condiciones materiales, pero olvidó las nuestras. Sólo una teoría cultural de la información que reconozca la cualidad física de ésta y sus posibilidades, nos dará luces para entender los cambios en los que estamos involucrados